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La experiencia como estudiante de etnología en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) en la ciudad de México, me ha permitido reconstruir las narrativas en torno a lo que significa ser nativo en la urbe. En este sentido, me identifico nativo, de uno de los muchos pueblos originarios de este país multicultural, a quienes la población mestiza y blanca llaman “indios” producto de la herencia colonial. Este término pretende homogenizar a los grupos étnicos del país y responde a un discurso histórico social de larga trayectoria en el estado nacional.

 

Las luchas de líderes Indígenas de los pueblos hondureños de un país multiétnico, multicultural y multilingüe formado por cuatro etnias: mestizos o blancos, Indígenas (Lencas, Misquitos, Tolupanes, Chortis, Pech o Payas, Tawahkas), los garífunas y los criollo- anglohablantes, han sido corrientes de sangre a través de los años, bajo el mando del capitalismo. La desaparición y denuncias de hermanos que han sido callados con la muerte son ecos silenciosos al oído de instituciones que se suponía debían ser entes donde se ampara la justicia, pero solo son eslabones para detener el canto del pueblo que sufre en el olvido.

 

Cada vez que pienso en los momentos de grandes enseñanzas en mi vida, recuerdo las hermosas palabras e historias llenas de sabiduría que me han compartido los mayores de los territorios Indígenas que he visitado. De su vasta experiencia, conocimiento y forma de ver la vida por medio de lo que es esencial, podemos aprender mucho sobre los ciclos naturales, sobre cómo conectarnos con el amor de Madre Tierra, y cómo vivir de forma armoniosa y abundante tanto en el exterior como en el interior de nuestro ser.

 

Domingo Choc Che era, Ajq’ij, contador del tiempo, esposo, padre, abuelo, hermano, guía, consejero y científico. Fue asesinado por un grupo de personas que lo acusaron de brujería en la Comunidad Chimay, del municipio de San Luis, Petén. Lo amarraron, lo golpearon, lo rociaron con gasolina y le prendieron fuego. Así terminó su vida.

 

Yo camino sobre la arena y me demoro, recibo el sol en su punto alto. Un canturreo de un árbol a otro acompaña mis pasos, suave como los sonidos de una lengua con breves sobresaltos entre palabras. Reconozco los fonemas porque son diferentes, y en esa diferencia crece un secreto, una alegría y un temor, tan profundo que por ocasiones arrastra los sonidos lejos de mi andar cotidiano.

 

La historia colonial ha dado grandes y devastadores testimonios sobre las realidades de Centroamérica, entre los que se menciona la lucha y la resistencia de los pueblos en países con modelos imperialistas. Los Pueblos Indígenas han sido sangrentados, por ser guardianes de la naturaleza, por defender sus tierras y buscar su desarrollo y felicidad de acuerdo a su cosmovisión. En Guatemala, la Constitución Política de la República desconoció a los Pueblos Mayas hasta 1996, fomentando aún más la marginación de los mismos.

 

No soy como los demás gunadule; quiero decir, me parezco a los demás, como se describen en las crónicas españolas: nariz aguileña, espalda ancha, bajo de estatura, cabello negro y abundante, espíritu rebelde y con una insaciable necesidad por apoyar a mi pueblo. Pero no hablo dulegaya, crecí en la Ciudad de Panamá desde que soy consciente y hasta hace dos años no sabía que era gunadule.

 

Yo nací Indígena, pero advertí mi identidad hasta dos décadas más tarde. Desde niño ponía, o a menudo ponían por mí una X o marca en el espacio de Indígena, a la par del recuadro de ladino o mestizo, para identificar mi etnia (en los exámenes, en el centro de salud, en mi inscripción de nacimiento, en los censos, en la universidad). Pero no entendía nada sobre aquello que se formaba en mi conciencia y que se plasmaría en mis actitudes.

 

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