Por Esmeralda Peña
Yo camino sobre la arena y me demoro, recibo el sol en su punto alto. Un canturreo de un árbol a otro acompaña mis pasos, suave como los sonidos de una lengua con breves sobresaltos entre palabras. Reconozco los fonemas porque son diferentes, y en esa diferencia crece un secreto, una alegría y un temor, tan profundo que por ocasiones arrastra los sonidos lejos de mi andar cotidiano.
Crecí en Santa María Zacatepec, municipio de la Sierra Sur en el estado de Oaxaca. Durante los años de escuela básica, para mí, la única diferencia entre mis compañeros tacuates y yo era una lengua que me resultaba familiar y al mismo tiempo, desconocida. Todo lo demás lo compartíamos: unas manos que bordaban figuras de animalitos sobre tela de algodón suave; un fogón al lado de un comal de barro donde mamá hacía tortillas grandes; un papá y unos abuelos que sembraban maíz y pixcaban juntos; y un afecto profundo por las celebraciones anuales y la gente alegre.
Los años escolares pasaron pronto y la educación superior no estaba en los alrededores, así que me mudé a otro estado y, siempre con la intriga de ese hablar oculto entre las personas cercanas a mí, estudié Lingüística. Ahora, 4 años más tarde, camino por las calles de Zacatepec y me es imposible ver a su gente como antes, el viento ha cambiado, el atardecer es más rojo y los contrastes más visibles. En un café-bar suena música inglesa a volumen alto y sobre la acera de enfrente, dos señoras de huipiles bordados platican, entre murmullos, en esa lengua común y misteriosa llamada tacuate, una lengua variante lingüística identificada como mixteco de la Sierra Suroeste de Oaxaca por el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas INALI.
¿De qué se trata esto? Hace 28 años México se reconoció por primera vez en su Carta Magna como un país con composición heterogénea, multicultural y plurilingüe. Consecutivamente, en los albores del siglo XXI, se promulgó la Ley General de los Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas (LGDLPI) y se crearon instituciones como la Coordinación General de Educación Intercultural Bilingüe (CGEIB), la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) y el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI). Entre todo, se defendía el derecho de las minorías lingüísticas para revitalizar, utilizar, desarrollar y transmitir a las generaciones futuras, historias, idiomas, tradiciones orales, etc.; se brindaba la oportunidad de recibir instrucción en su idioma materno y la libertad de utilizar su lengua en privado y en público sin ningún tipo de discriminación.
Mapa de Santa María Zacatepec.
Con base en ello, las acciones gubernamentales, sociales y académicas emprendidas en los últimos años para impulsar el uso y la integración de las lenguas Indígenas a la vida pública de México, como la formación del Padrón Nacional de Intérpretes y Traductores de Lenguas Indígenas (PANITLI), la promoción de los programas públicos de salud, la elaboración de material didáctico, digital y audiovisual, y el fomento a la escritura, la traducción y la publicación de obras literarias en lengua Indígena, constituyen un sólido avance en torno a la situación lingüística de nuestro país.
Sin embargo, pareciera que dichas acciones ocurren en un universo lejano, pues no se reflejan en el ejercicio pleno de las lenguas Indígenas y los ancianos de la localidad revelan en su conversación calmada la extinción pronta de los últimos hablantes. Los tacuates ocultan la lengua cada vez más con un temor visible; usamos el español dentro y fuera de los hogares, ¡pero con qué soltura responden a niyi ja’un kuenda! (que significa ¿cómo estás? en tacuate) cuando les hablo compartiendo mis primeras frases en esa lengua. Entonces, ¿por qué esconder el tacuate de la sociedad?, ¿qué hace falta para sentir la libertad de hablar una lengua Indígena como si fuera español?
Sin duda, no hemos podido superar la brecha discriminatoria que nos define como mestizos, hablantes de español, o como Indígenas, hablantes de una lengua minoritaria. Situación que, sumada a los diversos factores histórico-sociales, nos coloca en una relación asimétrica de dominación/subordinación. En Zacatepec, llamamos a los mestizos “gente de razón”. Es su cultura y el español una herramienta que los posiciona en un nivel superior en comparación con los tacuates, quienes, a pesar de la notable habilidad bilingüe, no pueden aspirar a ser “gente de razón”. Lamentablemente la racionalidad es reservada para otros.
Huipil tacuate resguardado en el Museo Textil de Oaxaca. Foto: Renata Schneider.
De la misma manera, la distribución geográfica entre tacuates y mestizos de Santa María Zacatepec es clara: los mestizos ocupan la zona centro de la localidad, los tacuates las orillas y alrededores, donde las calles de arena yacen aún sin pavimentar. Se cuenta que tiempo atrás todo fue territorio tacuate, el poder religioso, político, mercantil y la vida diaria en general era a modo de los tacuates. Ahora todo se conforma en una mezcla de prácticas sociales cuya diferencia más notable, además del vestido, es nuestra lengua.
Aun así, no se trata de marcar diferencias entre tacuates y mestizos, compartimos y vivimos en el mismo espacio territorial, la interacción entre grupos es inevitable. Por ello, existe la necesidad de reconocer la diversidad cultural y lingüística, y plantearla como una realidad global que nos compete a todos. El desafío para una convivencia más sana demanda un trabajo colectivo: debemos establecer vínculos basados en el respeto, ser sensibles, acercarnos, involucrarnos y escuchar al otro para permitirnos ver desde sus ojos y comprender los problemas sociales, económicos y educativos a los que, como población Indígena, enfrentamos día a día.
Maiz para desgranar. Foto: Esmeralda Peña.
Como se menciona en Educación intercultural en México ¿por qué y para quién? escrito por Laura Bensasson: “En un sentido y otro, es necesario educarnos y practicar la interculturalidad, es decir, reflexionar sobre la cultura propia y la de los demás, optando por un intercambio muto de saberes y una valoración del otro”. El fin es propiciar el desarrollo de actitudes y prácticas de libertad y justicia para todos, y fomentar el fortalecimiento tanto de la lengua Indígena como del español, eliminando así la imposición de una lengua sobre otra.
Estamos rodeados y somos producto de la diversidad, y en la medida en que integremos la interculturalidad a nuestras vidas, será posible otorgar nuevamente al Indígena la confianza, la libertad y el apoyo para ejercer íntegramente sus derechos, entre ellos, practicar su lengua y no dudar en transmitirla de generación en generación (vía esencial para perpetuarla). De esta forma, habremos adoptado una perspectiva y un modo de vida intercultural en el momento en que las acciones a favor de la diversidad y el reconocimiento lingüístico sean responsabilidad de una sociedad comprometida con la realidad que le rodea. Estoy segura de que tal actitud podrá verse, sentirse y escucharse pronto entre las calles de Santa María Zacatepec.
--Esmeralda Peña Flores, tiene 22 años, y vive en Santa María Zacatepec, Oaxaca, México. Lingüista por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP). Con pleno interés en la revitalización, la documentación y el estudio morfosintáctico de las lenguas Indígenas de México. Actualmente, labora en la creación de material didáctico para niños hablantes del náhuatl de la Sierra Noreste del estado de Puebla, y en Santa María Zacatepec realiza trabajo de campo junto a hablantes bilingües tacuate-español, de quienes aprende y comparte la lengua común.
Foto: Bordando desde el alba hasta el crepúsculo. Foto: Esmeralda Peña.