Los rígidos confines del sistema educativo estadounidense, con su horario de 8 de la mañana a 3 de la tarde, la instalación clásica del aula de una escuela pública y las lecciones con las que a menudo era incapaz de relacionarme, nunca se adaptaron a mí como niña Indígena, y una vez que empecé a reprobar las clases, me hicieron cuestionar mi propia inteligencia. No es que no entendiera el trabajo escolar, es que no me interesaba lo suficiente como para completarlo. Sin embargo, fuera de las aulas, mi curiosidad por el mundo crecía enormemente, y me encontré absorbiendo información mucho más allá de lo que se esperaba de mi nivel.
No fue hasta la edad adulta cuando pude deshacerme de la culpa que sentía por no haber terminado el bachillerato. Intentaba recordarme a mí misma que iba a la universidad a seguir una carrera, pero incluso mientras estudiaba para ser técnica veterinaria, seguía sintiéndome fuera de lugar. El único espacio al que realmente sentía que pertenecía era al aire libre. Allí, nadie cuestionaba mis respuestas ni confinaba mi mirada a cuatro paredes. No estaba preocupada por las opiniones de familiares y amigos y, lo que es más importante, podía moverme libremente, dejando que mis pensamientos merodearan y adquirieran una sensación de claridad.
Por suerte, me había involucrado en el Programa de Ciencia y Naturaleza de muy joven, un programa que Jane Klocker creó en el Museo Americano de Historia Natural. Su misión era impartir educación científica a comunidades desfavorecidas. Klocker creía que si se incorporaba la ciencia a la rutina diaria de un niño desde que era pequeño, cuando se hiciera adulto tendría las cualidades necesarias para construir un futuro independiente y prometedor. De lo que Klocker no se daba cuenta era de que, en el mundo en el que yo estaba creciendo, una oportunidad como esa podía ser la única posibilidad para alguien como yo de evitar caer en un estereotipo predeterminado.
La definición de etnobiología es el estudio de las relaciones entre las personas y su entorno y, en mi opinión, es una ciencia que los Indígenas heredan desde el momento en que nacen. Como escribe mi amigo biólogo Jonathan Ferrier (Mississauga Anishinaabe), “Los Indígenas son muy científicos, sólo que nuestra ciencia incluye el corazón”. Lo vemos por todas partes en el País Indio, como en las comunidades donde las madres entierran la placenta de sus recién nacidos para nutrir la tierra con sus nutrientes, y en otras comunidades donde la primera cacería de un niño marca su entrada en la edad adulta. Estas prácticas son formas en que los niños desarrollan la independencia, las ideas y el sentido de responsabilidad comunal. Nuestras culturas están enraizadas en nuestra relación con el mundo exterior, y debemos aprender a ampliarla.
Como educadora Indígena, Aviut Rojas (Nahua) fomenta el compromiso de los niños con el mundo natural, que a menudo incluye la recolección de bayas y la búsqueda de alimentos.
Los niños Indígenas son jóvenes maestros en formación para sus comunidades. Compartimos historias con ellos, y ellos inventan otras nuevas. En el momento en que un niño llega a este mundo, su boca se abre en un estallido de bienvenida; sus cuerdas vocales son las primeras ondas sonoras que viajan por el mundo, imitando la vibración de un tambor. Es vital que escuchemos a nuestros hijos. Sus historias forman parte de generaciones de tradiciones orales, surgidas de bocas más pequeñas e imaginaciones inocentes. Es un regalo que nos dan en la infancia y que la sociedad a menudo no nos permite conservar. Por eso, como adultos de este nuevo siglo, debemos fomentar conversaciones en las que los niños puedan participar activamente y aportar sus ideas.
Cuando observo a los niños con los que trabajo, pienso en cómo todo lo que les rodea puede despertar un interés futuro. Desde el momento en que ponen un pie fuera, el aire libre se convierte en un lugar para que busquen las respuestas de la vida, y sin interrupción todos los niños lo harán. Si recoges bellotas y las tiras al otro lado del parque, ¿podría empezar a crecer allí un roble al año siguiente? ¿Cuántas gotas de agua puedes coger sacando la lengua? ¿Quién vive dentro de un árbol caído? Estas preguntas llevan a consideraciones más amplias: ¿Cómo podemos conservar los robles en el noreste? ¿Cómo podemos hacer que el agua sea más segura para el consumo de nuestras comunidades? Si se pierden árboles en una zona, ¿cómo afectará esto a las criaturas que dependen de los troncos caídos para su supervivencia y al ecosistema en su conjunto?
Debemos reconocer que no estamos solos en esta tierra; la compartimos con multitud de plantas, animales, hongos y microbios, y vivimos en diversos biomas. En un aula Indígena, todos estos seres vivos son valorados y considerados importantes. A diferencia de la tradición occidental, que hace hincapié en la individualidad y anima a los niños a trabajar quietos por su cuenta, las enseñanzas Indígenas reconocen que nada en este mundo funciona de forma aislada o permanece en silencio. Cuando excluimos a los niños de la conexión con sus papeles instintivos como seres vivos, les negamos un aspecto crucial del desarrollo emocional. Reflexionar sobre nuestros papeles dentro del ciclo vital ayuda a desarrollar la empatía y a comprender el impacto de nuestras acciones. Al reconocer nuestra conexión con otros seres vivos, desarrollamos una comprensión más profunda de nuestra humanidad, una parte esencial del crecimiento.
Cuanto más aprendemos, más construimos una autoestima positiva. Ganamos confianza, autosuficiencia y características individuales basadas en nuestras creencias e intereses. Los niños Indígenas tienen todas las herramientas de su cultura y tradiciones para triunfar, sentirse valiosos y convertirse en adultos positivos en su comunidad. Este potencial puede realizarse plenamente si, desde una edad temprana, se fomenta su forma de relacionarse con el mundo y se adapta su aula a su comprensión del entorno.
Como educadora Indígena, éste es el único objetivo de mi trabajo. Dejo a un lado las fichas fonéticas y las mesas sensoriales, herramientas a veces inaccesibles en nuestras comunidades, y en su lugar llevo a mis alumnos fuera para que interactúen con el mundo que les rodea. Es esencial que las herramientas educativas sean accesibles para las familias de los niños, y también para la comunidad en general que participa en la vida cotidiana del niño. De este modo aseguramos que, siempre que no estemos presentes, los responsables del aprendizaje del niño podrán acceder fácilmente a los recursos necesarios. Esto permite que la familia se conecte, y en las enseñanzas Indígenas, la relación entre nuestros ancianos, ancianas y juventud se fomenten enormemente.
Una simple expedición de pesca utilizando sólo un cordel y un tapón de botella, según me contó mi pareja, encendió en él una chispa de ingenio. En las excursiones, los niños descubren un mundo de texturas bajo sus pies: bellotas, palos, rocas y hojas. Transformamos la exploración en educación, construyendo balsas, reflexionando sobre las técnicas de ingeniería de una presa de castores y celebrando la generosidad de la naturaleza recolectando bayas. A pesar de que se nos diga que nuestros hijos carecen de los recursos necesarios para desarrollarse como sus homólogos blancos, podemos crear estos recursos utilizando las herramientas que nos ofrece la naturaleza. Podemos desarrollar un sistema educativo que funcione para ellos. No ajustamos a los niños para que se adapten al currículo educativo, sino que ajustamos el currículo educativo para que se adapte a los niños.
He encontrado innumerables momentos gratificantes en mi carrera como educadora infantil, pero nada se compara a ver a un niño sumergirse por completo en la naturaleza y sentir que pertenece a ella. Dadas las alarmantes tasas de suicidio entre los jóvenes Indígenas, es un profundo alivio presenciar el verdadero deleite de un niño Indígena explorando su entorno. Esa chispa en sus ojos, ese destello de curiosidad, es un faro de esperanza. Atesoro esos momentos en los que veo encenderse esa luz en su interior, y rezo para que arda con fuerza, protegiéndoles de cualquier dificultad con la que tengan que cargar el día de mañana. En cierto modo, los educadores somos los guardianes del fuego. Encendemos y cuidamos la llama de curiosidad de nuestros estudiantes, con la esperanza de que ilumine a las generaciones venideras.
-- Aviut Rojas (Nahua) es educadora de jóvenes y de la primera infancia, doula de parto Indígena certificada, y mentora Indígena trabajando actualmente como instructora de Ciencia y Naturaleza en el Instituto de Ciencia Emerald Cove de San Bernardino, California.
Aviut Rojas (izquierda) dirige un taller de arte para niños y familias en el Bazar de Cultural Survival de Newburyport, Massachusetts.